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Solemne acto de entrega del Premio Gaditano de Ley

Esta noche viernes 25 de mayo de 2018 a las 19:00 horas en el Salón Regio de la Excma. Diputación de Cádiz se celebró el Solemne acto de entrega del Premio Gaditano de Ley Antonio Hernández-Rodicio Romero (Director de la Cadena Ser y conocido tertuliano en radio y televisión).
Intervinieron D. Julio Cuesta (Presidente de Honor de la Fundación Cruzcampo) y D. Ignacio Moreno Aparicio (Presidente del Ateneo).

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LAUDATIO DE ANTONIO HERNÁNDEZ-RODICIO, GADITANO DE LEY 2018

José Joaquín León Morgado

El Jurado que concedió el Premio gaditano de Ley de 2018 acordó distinguir a Antonio Hernández-Rodicio Romero con el galardón de este año. Permitidme empezar diciendo que en ese jurado estaba un hombre que es gaditano de adopción, Julio Cuesta Domínguez, presidente de honor de la Fundación Cruzcampo, al que pocos días después el Ayuntamiento de Sevilla nombró Hijo Predilecto de esa ciudad, una distinción que recibirá el próximo día 30, festividad de San Fernando.

Así que un señor que es gaditano de adopción y sevillano predilecto, al que yo quiero felicitar desde aquí, ha sido uno de los mentores del Gaditano de Ley de este año. Y no es por casualidad, sino porque a Antonio Hernández-Rodicio se le quiere en Cádiz y en Sevilla, las dos mitades del mundo según la famosa frase de Fernando Villalón, pero también en Madrid y en el resto de la Humanidad. Porque Antonio es un personaje universal: un gaditano que nació en Biafra.

El jurado de los premios Gaditanos de Ley tiene una puntería asombrosa, porque se da la circunstancia que siendo de ley, muchos de esos gaditanos no han nacido en Cádiz; o bien otros que sí han nacido aquí han vivido muchos años fuera de Cádiz.

Yo creo que eso no es por casualidad, sino porque para ser Gaditano de Ley hay que distanciarse, y hay que universalizarse, y hay que amar a Cádiz desde la nostalgia de verla como un amor ausente, como una novia (o un novio, según) que nos espera con el recuerdo de su último beso. Y entonces es como de verdad se aprende a querer y a defender a Cádiz. Por convencimiento y por lealtad, no porque seas alérgico a pasar la frontera de Cortadura.

Así que ser Gaditano de Ley es mucho más que ser gaditano. Por eso quiero empezar por ahí. Probablemente, hay muchas formas de ser gaditano. Yo las resumiría en las siguientes:

-Gaditanos que han nacido en Cádiz y están orgullosos de serlo.

-Gaditanos que nacieron en Cádiz por casualidad, o porque sus padres pasaban por aquí, y es lo mismo que si hubieran nacido en Socuéllamos o La Almunia de Doña Godina.

-Gaditanos que no nacieron en Cádiz, pero es como si hubieran nacido, porque eligieron ser gaditanos en un cierto momento de su vida.

En resumen, podemos decir que hay gaditanos de nacimiento, gaditanos por casualidad y gaditanos por elección y convencimiento.

Junto a estas definiciones del origen, hay otras sobre la aceptación:

-Gaditanos que son tan gaditanos que no se puede serlo ya más, y no se pueden aguantar, y mueren por su ciudad, pero mientras están vivos se les llama gaditas.

-Gaditanos que son como más universales, hombres y mujeres de mundo.

-Gaditanos de fusión, que son gaditas y universales, que han salido en una chirigota y han sido capataces y/o cargadores, pero que les gustaría que Cádiz recuperase el esplendor perdido y volviera a ser una ciudad ilutrada, como aquellos tiempos en que salían las flotas para Cartagena de Indias o Vera-Cruz, que lo simboliza todo porque era un puerto comercial con nombre de cofradía.

Antonio Hernández-Rodicio es un Gaditano de Ley porque es un gaditano completo. Entre sus puntos pintorescos está que ha salido en chirigotas en el Carnaval y escribió artículos con Carlos Alarcón en el Diario del Carnaval. Y además que fue cargador y capataz del Ecce Homo, la cofradía de los periodistas, cuando era joven y hacía esas cosas. Y otras peores, como montar una caseta en la Velada de los Ángeles para el Consejo de Cofradías, junto a otro periodista, Fernando Pérez, y poner sevillanas, con el lógico escándalo.

Todo el mundo tiene un pasado y yo digo también los puntos negros.

Pero eso no le ha impedido ser un gaditano universal, una de las voces privilegiadas e imprescindibles al analizar los problemas de Cádiz, uno de los creadores de la red La 11Mil, que es un lobby para promocionar las cosas gaditanas. Hoy se dice un lobby y suena fatal, pero este no es un lobby feroz, sino un lobby en plan cualificado y profesional, que busca la promoción y el desarrollo de Cádiz. Aún a sabiendas de que aquí los buenos proyectos de ciudad, como él mismo ha declarado, tardan millones de años en convertirse en realidad.

Antonio Hernández-Rodicio Romero, como he dicho antes, es un gaditano que nació en Biafra. Se puede considerar a Biafra como uno de los sitios más raros donde han nacido gaditanos, pero tiene una explicación. Sus padres participaban en misiones de la Iglesia Católica como médicos para asistencia sanitaria. Desde su nacimiento, Antonio estuvo presente en una causa solidaria y de ayuda a los demás. Puede que por eso, los ibos, una de las principales etnias de aquellas tierras africanas, con los que convivió dos años, le pusieron por nombre Hombre Bueno, que allí se dice Achi Amaka. Con el tiempo se ha visto que tenían razón, porque es un hombre bueno. Y lo de la Amaka también se lo ha tomado al pie de la letra, sobre todo cuando viene a veranear a la playa de la Victoria.

En la vida de nuestro Gaditano de Ley hay tres etapas claramente diferenciadas:

-La primera etapa es la de sus años de Cádiz, que fueron los de sus primeros pasos como periodista. Participó en El Periódico de la Bahía, y desde 1991 fue el principal referente de la Cadena SER en Cádiz. Porque Antonio, desde sus comienzos profesionales, ha sido un hombre de Prisa, no deprisa y corriendo, sino dando los pasos oportunos, siempre de frente y con la verdad por delante, con eficacia, calidad y honradez, una referencia para el Grupo Prisa, tanto en la radio como en prensa. En Cádiz fue jefe de informativos de Radio Cádiz, que simultaneó con la corresponsalía de El País y con otros trabajos como corresponsal de Efe y Europa Press, la revista Tiempo o El Observador.,

-La segunda etapa es la de sus años de Sevilla, que fueron los de su consolidación y podríamos decir expansión como profesional del periodismo, más allá de sus 10 años en Cádiz, en los que ya se había consagrado como un gran periodista. A Sevilla se fue con otro gaditano, Fernando Orgambides, que era el director de El Correo de Andalucía entonces. Antonio fue subdirector desde 2001 a 2005. Y después, desde 2005 a 2011, fue director de El Correo. Años difíciles para el periódico, que había sido adquirido por el Grupo Prisa. Hernández-Rodicio supo capitanearlo en unos años en los que el periódico decano de la provincia sevillana afrontaba una situación al límite de la supervivencia. Su labor y su profesionalidad fue unánimemente reconocida y sin duda le avaló para sus responsabilidades actuales.

-La tercera etapa, la actual, es la de sus años de Madrid, que empezaron en 2011 y continúan. Después de 10 años en Cádiz y otros 10 años en Sevilla, en el ejercicio de su carrera profesional, en 2011 se incorporó como director de informativos de la Cadena Ser, también en un momento difícil, coincidiendo con el agravamiento de la crisis económica, que tan nefasta ha sido para los medios de comunicación, y que tan drásticamente ha golpeado a los profesionales, muchos de los cuales se quedaron en el camino.

Gracias a su buen trabajo, Antonio Hernández-Rodicio fue nombrado en 2013 director de la cadena SER. Una alta responsabilidad, en la que era entonces y sigue siendo ahora la primera cadena de radio generalista de España, la radio líder en el EGM, que a pesar de todos los pesares sigue siendo la radio líder en el EGM. Y gana por 3-1, como dijo recientemente Iñaki Gabilondo.

Con esta breve semblanza profesional quiero significar que Antonio Hernández-Rodicio puede ser considerado hoy como uno de los principales periodistas de España y también como uno de los más cualificados gestores de medios de comunicación. A ello ha llegado después de una carrera profesional paciente y tenaz, ejercida durante 28 años, que empezó en Cádiz, y que después le llevó a sus otras etapas de Sevilla y Madrid.

Pero también es obligado decir que, siendo un gran profesional del periodismo, el jurado no le ha concedido el premio de Gaditano de Ley por eso, sino por su permanente actitud de defensa de Cádiz, por su implicación para contribuir siempre con eficacia al progreso y el desarrollo de su tierra, a la que quiere y no olvida.

Como somos casi vecinos, yo puedo dar fe de que es cierto lo que dice: viene a Cádiz todos los fines de semana que le es posible, al menos una vez al mes, con frecuencia dos, y en verano casi todos, incluidas las vacaciones. Y nunca pierde de vista a sus amigos, ni a sus compañeros de Radio Cádiz, y está siempre atento a todas las cosas de su ciudad.

Entre otros méritos, fue nombrado decano de la Real Orden de la Guayabera, que es una orden desordenada, donde hay gente que tiene una jartá de peligro, y que les ha dado por esta prenda, de la que dicen que es muy gaditana, aunque en Sevilla dicen que es muy sevillana, y en Cuba que es cubana. En todo caso, para el que le guste, es una prenda muy tradicional de aquí. Yo reconozco que nunca me la he puesto.

Antonio también es de bañador, y se baña en la playa, desde donde habla por teléfono para resolver asuntos muy importantes de su cadena. No en vano, Radio Cádiz también está frente a la playa.

En una reciente entrevista que le hizo Manuel Muñoz Fossati en Diario de Cádiz, Antonio Hernández-Rodicio afirmaba lo siguiente: “Para mí un gaditano de ley es aquel que no es indiferente con las cosas de su ciudad y está dispuesto a arrimar el hombro para que Cádiz sea la mejor ciudad del mundo».

Ahí se resume lo que piensa. Y se justifica plenamente la concesión de este galardón. Antonio Hernández-Rodicio es uno de esos gaditanos que apuestan por una ciudad que debería ser capaz de recuperar lo mejor de sí misma, de mirar hacia el futuro recordando lo mejor de su pasado, cuando los barcos iban a Veracruz o a San Juan de Puerto Rico, cuando los gaditanos no emigraban agobiados por el paro, sino que aquí llegaban los emigrantes y los comerciantes de todo el mundo porque era en Cádiz donde encontraban trabajos y oportunidades. Una ciudad que puede estar orgullosa de sus tradiciones, pero que no debería caer en el ombliguismo de pensar que con eso es suficiente. Una ciudad abierta, liberal y tolerante, respetuosa con todos, donde se cultiva ese carácter especial de los gaditanos que Antonio definió como de “vive y deja vivir”, que está muy bien cuando no se convierte en indolencia.

Decía al principio que Antonio Hernández-Rodicio es uno de esos gaditanos que aprendió a amar a Cádiz desde su tierra, pero también desde la distancia. Un gaditano universal, que contempla con cariño las raíces de su vida. Un gaditano consecuente, que piensa que de Cádiz se debe ir quien quiera irse, pero no por necesidad, nunca por la obligación de estar tirados y no tener nada.

Ese carácter liberal y comprensivo de los gaditanos, que él también tiene, no se debe confundir nunca con la desidia. Tampoco debería llevarnos a la resignación de dejar pasar de largo todos los trenes, de contemplar los muelles vacíos, de justificar los errores. Sin pesimismo, pero sin conformismo.

Este gaditano de Ley que se llama Antonio Hernández-Rodicio ha enarbolado la bandera de su Cádiz con la vista puesta en el horizonte, en la ciudad del siglo XXI, en el futuro de una tierra a la que no olvida y quiere. Sabe que aunque esté lejos, merece la pena luchar por Cádiz, y siempre lo hará, como un Ulises que vuelve a la Itaca querida de sus playas.

Por eso no renuncia a las utopías. Antonio es un gaditano de ley, soñador de un Cádiz ideal que todavía es posible.

LOS CÁDIZ QUE NOS LLEVAN

Antonio Hernández-Rodicio

Antes que nada toca ser muy agradecido. Muchas gracias al Ateneo, a la Fundación Cruzcampo y cada uno de los miembros del jurado por esta distinción que, es obviamente, subjetiva y reducida al mínimo exponente. Todos sabemos que hay miles de paisanos y paisanas merecedoras de esta misma ley. Un trompetista que tocaba en la banda de Woody Allen fue una vez a recoger un premio y dijo: «este premio no me lo merezco. Pero tengo diabetes y tampoco me la merezco. Así que bienvenido».

Lo primero que uno se pregunta es qué significa ser gaditano de ley. Porque más allá de la metáfora y del cariño del jurado que con tanta generosidad me honra, lo primero que se deduce es que al menos uno no es un fuera de la ley. Es como aquello de Cádiz, ciudad constitucional. Faltaría más. Pero supongo que no se es gaditano de ley solo por cumplir la Constitución, atenerse al código penal y estar al día con Montoro.

Así que toca rebuscar para ver si uno es capaz de identificarse con lo que se supone que significa ser gaditano de ley. Y después habría que elaborar el censo con el nombre de los miles de gaditanos y gaditanas que serían de ley según unos parámetros que aún no hemos identificado.

Si por ser gaditano de ley se entiende estar comprometido con tu ciudad y tus paisanos, lo soy.

Si por gaditano de ley se entiende sentir pasión por las cosas de tu tierra, lo soy.

Si por gaditano de ley también se entiende rebelarte porque ves que Cádiz aún no está donde quisiéramos; si se entiende que el gaditano de ley tiene que ser inconformista hasta que todos tus paisanos puedan hacer en esta ciudad su proyecto de vida, lo que implica tener un trabajo digno, una vivienda y un futuro para sus hijos; si se entiende que el gaditano de ley ha de desear que esta sea una ciudad cosmopolita, culta, elegante, que fomente el debate público, plural, enriquecedor y de calidad; que sea una ciudad abierta y a la vez que disfrute y engrandezca sus tradiciones…Si se trata de estar dispuesto a arrimar el hombro, de no sucumbir al tópico, de llevar con orgullo en la boca un «Soy de Cádiz», si esta condición también exige que el olor a yodo y marea baja te reconcilie contigo mismo, si implica no quedarse indiferente cuando se cruza el puente-puente, o sea, el Puente Carranza, pues sí, me siento un gaditano de ley.

Este honor se lo hacen además a uno que ha nacido en Nigeria, donde mi padre, Antonio, medico gaditano; y mi madre, Esperanza, de Ayamonte, trabajaban en un proyecto hospitalario con una ONG en una selva ignota. En el mismo lugar del oeste africano, cerca del Golfo de Guinea, donde le dio la gana nacer a otros gaditanos, entre ellos a Ernesto, sobrino de Moncho Pérez Díaz Alersi. Es cierto que quien les habla, con nueve meses ya vivía en el Balón, a la espalda del Hospital de Mora, aunque asumo que esa recrianza caletera no borra el pecado original.

Y por último, si esta condición con la que se me honra y enorgullece a los míos incluye sentir que nunca te has ido aunque lleves casi veinte años fuera; si es que esto conlleva la sensación de que aún sigues en radio Cádiz con Yélamo, Alarcón, Fernando, Theo y Paco Pepe; y si como defensor y militante de esos deseos y prerrogativas se encuadra esta distinción que me conceden el Ateneo gaditano y la Fundación cruzcampo, me gustaría decir que, humildemente, me siento un gaditano de ley.

Y añadiría que ese sentimiento acrecienta el compromiso, que es mitad razón y mitad emoción. La parte del hemisferio que libera lo racional nos dice que aquí hay potencia, talento, condiciones y ambición para que el futuro de Cádiz sea extraordinario.

La parte emocional nos dice simplemente que haya o no futuro pertenecemos al territorio y aquí tendremos siempre nuestro paisaje y nuestro paisanaje, aquí están las gentes y las cosas que de verdad importan. Porque aunque uno tiene su domicilio donde está su trabajo y su familia – Tere y Antonio- lo cierto es que eso es solo una dirección postal. Una cosa es tu domicilio y otra tu casa.

Tomo prestadas las palabras del colombiano Álvaro Mutis cuando conoció la casa de la calle Capuchinos donde vivieron sus ancestros, entre ellos el célebre botánico, otro gaditano, quien lideró durante 30 años la expedición al reino de Nueva Granada: «El secreto de mi sangre / la voz de los míos/ y digo Cádiz para poner en regla mi vigilia/ para que nada ni nadie intente en vano desheredarme una vez mas/ de lo que siempre ha sido el reino que estaba para mí».

Juan Ramón Jiménez habló en su «Diario de un poeta recién casado» de las raíces y las alas. Y lo dijo así: «Que las alas arraiguen y las raíces vuelen». Los gaditanos tenemos raíces y alas. Las raíces son muy profundas. Esta tierra nos dota de unas emociones colectivas muy potentes. Se eleva hasta el infinito la sensación de pertenencia.

Ser de Cádiz es ser parte de una tribu. La tribu son tu familia, tus amigos, que son tu familia elegida. Existe ese latido de la sangre, una profunda comunión con la ciudad hermosa que tanto se recrea mirándose y cantándose a sí misma. No se quiere más a tu tierra porque sea la más próspera o la más bella: se le quiere porque es la tuya.

Dedicamos poco a tiempo a reflexionar sobre el sentimiento de pertenencia, que es tarea para la psicología. Y no lo hacemos básicamente porque el ejercicio de sacar fuera lo que tenemos dentro ya nos lo permite el carnaval. Las coplas nos ahorran a los gaditanos el diván del psiquiatra. El carnaval, especialmente el de la calle, debería estar subvencionadlo por la sanidad pública. Es un bien colectivo que reequilibra las almas y las cabezas cada doce meses.

Pero acompáñenme en un breve paseo por Cádiz en un intento de rebuscarme hacia adentro e intentar comprender por qué juramos cumplir esa ley que nos ata a la ciudad.

Es imposible sustraerse tanto al canto colectivo como al encanto decadente de una ciudad que se conserva, pese a todo, bella e intacta en su armonía arquitectónica y su trazado, que pese a ser un dédalo siempre se abre para acabar en el mar.

La ciudad que es consecuencia de su historia: amurallada y jalonada por baluartes por sus necesidades defensivas, la ciudad que creció hasta encallar en la propia escollera que marca el dominio del mar y ahí se quedó, flotando sobre palafitos ostioneros; la ciudad embellecida por las casas palacio de mármoles genoveses y patios porticados de los comerciantes que se asentaron en nuestra ciudad para el comercio con América.

Venían de Francia, de Italia, Portugal e Irlanda. Se apellidaban Lasqueti, Bocanegra, Parodi. También McPherson, Osborne o Terry. Sicre, Chanivet y Beigbeder. También Horh, Zillberman y Muller. Eran Cirici, Capineti, Morenati, Súnico y los Scapachini, una saga familiar especialmente dotada para el arte del cuarteto. Y también llegaron comerciantes del país vasco y Navarra. Y más tarde los gallegos y los montañeses, pero esa es otra historia.

Cádiz fue punto de encuentro. Hoy, América y nuestro minuto de gloria ilustrado con el 1812, son las ideas más importantes que gravitan sobre nuestro pasado. Lo que fue la ciudad y las trazas que quedan. Pero que debería ser a la vez un ideal y una emoción recíproca. La vocación americanista de Cádiz solo puede proporcionarnos satisfacciones.

Además de los recuerdos en mármol de muchos próceres del otro lado del charco, del nomenclátor y de las guayaberas del yucatán o sancti espíritu que tanta gente honra en esta ciudad, déjenme rendir hoy un pequeño homenaje a la Real Academia Hispanoamericana de ciencias, artes y letras, fundada por Cayetano del Toro en 1909 y pilotada con entusiasmo por Antonio Orozco Acuaviva en su etapa contemporánea. Se fundó con los fondos que donaban presidentes y embajadores de todos los países del otro lado del charco. Hoy existen en Latinoamérica delegaciones y filiales de la academia gaditana con el objetivo compartido de ejercer su influencia entre los países que hemos quedado unidos por una lengua común. Trabajo de la sociedad civil gaditana merecedor de más apoyos e impulsos.

América, con su profunda huella, hizo de Cádiz la ciudad americana y trasatlántica. Y esa es una buena pista de futuro, no solo de pasado. Quien tenga la tentación de mirar hacia adentro, que la aleje. Seremos una ciudad más interesante cuanto más miremos hacia afuera. Justo donde se cruzan las raíces y las alas.

En la Alameda, sobre la muralla que cegó la llamada hasta el siglo XVIII Caletilla de Rota, en lo que abarcan tres glorietas octogonales con fuentes de azulejo y cerámica vidriada, está contada nuestra historia en mármol y bronce. Vemos el busto de José Martí, héroe de la independencia cubana, muy cerca del monumento al Marqués de Comillas, quien con los vapores de su empresa «Antonio López» cubriría la travesía entre Cádiz y La Habana. Como nos informan los carteles impresos en la antigua imprenta medica , también con la naviera Pinillos, otros vapores unirán después Cádiz con Veracruz, Cartagena de Indias y Portobelo, en Panamá, donde aún se observan los restos de un antiguo fortín que bien podría ser el castillo de santa Catalina o el habanero del Morro.

Según los trabajos del profesor García-Baquero, fuente indiscutible de autoridad, 1.592 navíos se desplazaron entre Cádiz y América entre 1717 y 1765, los escasos cincuenta años que duró el monopolio.

Tabaco, cacao, añil, palos de tinte, papel, cera, tejidos de Francia e Italia, plantas medicinales, estaño, vino, aceite, aguardiente y caudales. A esta lista se le pone música y sale sola una habanera.

Nos habíamos quedado en el busto de José Martí. A su vera, el de Ramón Power, prócer portorriqueño, el único representante de las colonias que estuvo en la apertura de las cortes de 1810 y posteriormente en las de Cádiz. Sus restos, que permanecieron enterrados en el oratorio de san Felipe Neri durante un siglo, fueron trasladados recientemente en el Juan Sebastián Elcano a su tierra natal.

Si continuamos el paseo saludamos el busto de José Rizal, héroe nacional filipino, otra huella transoceánica; O el de Miguel Grau, el gran almirante del Perú. O el del Juan Pablo Duarte, padre de la patria dominicana, cuyo padre nació en Vejer.

Y encuadrando el paseo, la glorieta Carlos Edmundo de Ory: nuestro postista, un sabelonada, como le gustaba llamarse, el poeta que se preguntó de qué color es el silencio y que proclamó ceremonioso y trascendental que en su casa cerca de Amiens, en el norte de Francia, se chupaba los codos porque le sabían a la sal de su tierra.

Dando sombra al paisaje americano, los ficus centenarios que llegaron de Australia para conmemorar el centenario de la Pepa y arraigaron frente al Carmen y en el Hospital de Mora.

Y una última parada, un último busto, el del nicaragüense Rubén Darío. Un busto que fue robado de su pedestal hace unos años y semanas después fue hallado en una maleta. Ocurriendo ese monumenticidio en Cádiz, descartemos el móvil económico y el bronce para entender el robo. No fue un ladrón, fue un poeta enamorado. No existe otra ciudad en el mundo en la que los poetas enamorados roben bustos de Rubén Darío.

Es lo que tiene sentirse gaditano, que se pone uno a dar paseos por la ciudad y por su historia y se enreda. Una de las cosas que mejor hacemos y más nos gusta a los gaditanos es enseñar nuestra ciudad a los amigos que nos visitan.

A veces, cuando nos falta algún dato o nos baila alguna fecha, metemos alguna mentirijilla. Pero es sin maldad. Sean autoindulgentes que están perdonados.

Además del Cádiz americano hay al menos tres Cádiz más.

El Cádiz de la música.

Aunque ya desmochada de templete, Cádiz es una ciudad musical. Pocas ciudades tienen esa rara condición. No solo porque las cosas se dicen cantando cada febrero, sino porque existe un talento colectivo, una riqueza y un mestizaje musical que convierte en cultura cada manifestación. Como lo son las músicas de tangos y pasodobles, con su ramalazo de ida y vuelta. Como dicen los argentinos de Gardel, Paco Alba cada vez saca mejores comparsas. Y después, para mí: Cañamaque, todo lo del Gómez y Emilio Rosado, los tangos de Antonio Martín y los pasodobles del Noly.

La ciudad musical de Chano Domínguez tocando Django con el Niño Josele buceando por los vericuetos del jazz o en los territorios donde todos los sonidos confluyen y se vuelven negros y flamencos; o el otro Chano metiendo el listín telefónico por bulerías o Juan Villar y David Palomar con el quejío agrietado. Las siete palabras de Hadyn para la Santa Cueva y la Atlántida de Falla, como referencias clásicas. Falla que, en realidad, fue otro emigrante gaditano. Él se fue a Madrid y Granada y ahora se van a Castellón. Ciudades musicales: La Habana, Nueva Orleans, Sao Paulo, Londres. Sevilla, Jerez y Cádiz.

Y que suene la marcha Ecce Homo de Eduardo Escobar, una pieza fúnebre entre las mejores, testigo del Cádiz más elegante y profundo.

También hay un Cádiz del mar si es que el mar y Cádiz no son la misma cosa

El mar que nos trae la voz de Alberti en su bajel buscando el salitre. Está el mar que se llevó al Juan Cantueso de Fernando Quiñones a hacer las Américas y a enredarse en pendencias marinas. Y aunque era un pájaro de cuidado, evocaba la libertad y a Cádiz como puerto de salida de todos los sueños. También de Quiñones y el mar, el relato de la chova preñada de chovitas.

El mar y la arena de los cuadros de Carmen Bustamante, cuya paleta embellece la realidad.

El mar por donde llegó el corsario Drake; del que sale el plancton y las luminiscencias de Ángel León, las tortillitas de camarones de Gonzalo y la morena adobada del extinto Bar la Isleta. La orilla a la que llegaba el barco de la hora de Rota con tomates y calabazas.

El mar que iba a sustentar el cementerio marino de Eduardo Mangada a comienzos de los ochenta, un camposanto inspirado en el de san Michele de Venecia y que nunca fue y por lo tanto tuvimos que renunciar al placer de dioses de que una vez rematada la faena nos hubieran comido las mojarras por los pies.

El mar que se tragó el barco del arroz y la patera del mangoli. El de las piedras con nombre propio y el del Pantera, el hombre rana de Cádiz. Y el mar de Cádiz del cuarto viaje de Colón a Santo Domingo y Honduras.

El mismo mar que llegaba a la calle Plocia con luces rojas; el mar que es Hale Berry saliendo de la Caleta con un bikini naranja y oro. El de las jogaíllas y los vendedores de marisco, el que espera el último galeón de García Márquez y el del sextante en la trastienda de José Mari en Santa Inés.

El que baña San Sebastián, santa catalina, la candelaria y demás baluartes mártires.

El mar del lenguaje de la mar de Javi Osuna, quien recuerda que en Cádiz a la enemistad se le llama «poner la proa», y que la pelota no se cuela en un tejado sino que «se embarca». Y que cuando alguien va a recuperarla no trepa sino que «marinea».

Y el mar que prestó el más hermoso epitafio a Emilio López Mompell cuando ya a punto de abandonarnos lo llamé para preguntarle como andaba y me dijo: Antonio, ya tengo el práctico a bordo.

Y un último Cádiz: el del realismo mágico

El de los personajes impagables, el del micro lenguaje, el del gesto sin medir, la mueca inteligente, la adulación con doble sentido y la crítica de cartón piedra. Donde cada cosa, cada calle, cada persona tiene un nombre propio y distinto, como si hubieran sido renombrados uno a uno por Funes el memorioso de Borges.

El Cádiz de la gente que tiene gracia, no el de los graciosos.

El realismo mágico de un croqueteo, en feliz hallazgo linguístico del director del influyente blog «Con la venia», una publicación que se podría haber sumado como periódico satírico, como libelo a juicio de otros, a la prensa de las Cortes. En ese realismo mágico a la gaditana un croqueteo siempre es un coqueteo con el arte del gañote vil, que libera la pugna entre la tensión emocional y la realidad. Y si faltaba algo para cuadrar nuestro realismo mágico con la que ha caído este invierno casi superamos ya los cuatro años, once meses y cuatro días que estuvo lloviendo sin parar en «Cien años de soledad».

Ese Cádiz existe pero no existe. No es oficial, no hay censo ni registros. En sus confines nadie gobierna pero no hay alteraciones del orden público ni rebeliones. Ni sus líderes, que los hay, se fugan a Berlín. ¿Qué se les habría perdido en Berlín dios mío de mi alma?

Pero en ese territorio las fronteras están hechas de palabras. Tiene un lenguaje propio y polisémico. Palabras que dicen lo uno y lo contrario, que afirman y niegan, que significan una cosa y otra pero que se entienden perfectamente si se tiene contexto gaditano.

Es el Cádiz del cartel de no se fía pero se convía. El de póngame 100 gramos de jamón pero bien despachaíto que es para un enfermo. La ciudad en la que es posible encontrar los 70 tomos de la enciclopedia Espasa en los anaqueles de un ultramarinos, entre latas de mejillones.

Las calles adoquinadas por las que andan mujeres que se escurren en las casapuertas hasta hacerte dudar si realmente la has visto. El territorio de la onomatopeya y el saludo gutural. Un diccionario viviente sin academia. Es el Cádiz de los diminutivos. En el que un «cogerlo ahí» dicho a tiempo no expresa delación sino cariño.

Desde ese Cádiz se patrocinan viajes cotidianos a los lugares que ya no existen convirtiendo al casco antiguo en una Cómala fenicia para Rulfo, a Puertatierra en un Macondo amarillo y azul y a la caleta en un río Magdalena donde las pateras pilotadas por Maqrol el caletero ponen rumbo al Faro de las Puercas remontando la playa con asmática tozudez.

Es un Cádiz que en vez de enredaderas cultiva bombonas de butano en los balcones, utiliza el mono de astilleros como bandera y presenta armas con cañas del país.

Y en ocasiones el realismo mágico a la gaditana declina en surrealismo, con el Beni como sacerdote supremo pero también en el Melu con un destornillador en la mano embarcado en la Trastlántica o en las noches de embustes verdaderos de Pericón e Ignacio Espeleta. O el surrealismo de tener suelos en barbecho durante 20 años en una ciudad que carece precisamente de eso, de suelo. Es como si los beduinos cegaran los oasis.

Una ciudad insular con peña de cazadores, una pasarela que servía para ver el fútbol gratis. Es el paisaje con una tienda que se llama el millonario aunque te parezca imposible hacerse rico vendiendo trompetas de plástico y bombitas fétidas. El realismo mágico del más mágico de los jugadores, con su habilidad y sus mitos a cuestas. Una ciudad que tiene un cura rojo y obrero que dedica su vida a ayudar los inmigrantes, al que llaman «Grabiel» y al que queremos mucho.

Es el halo mágico que envuelve a una ciudad en la que Ángel Torres Quesada, entre petisús y palmeras de huevo en la pastelería Orcha, escribió medio centenar de novelas de ciencia ficción bajo el seudónimo de Thorkent.

Ese es un Cádiz a veces nihilista, otras anarquista, y en ocasiones, directamente pasota. Que ignora los semáforos para cruzar y vaga por cualquier calle sabiendo que siempre llegará al mismo sitio. Hay un ecosistema propio que no siempre es fácil de comprender. Y aunque como dijo el sabio, visto de cerca nadie es normal, ese Cádiz que se asemeja al del tópico, al de los personajes que son carne de televisión, al del chistoso profesional y quillo cántame algo, en realidad es un Cádiz profundo que cuando se libera de las adherencias e impurezas de la impostación exhibe una forma magistral de «vive y deja vivir». Prioriza lo que importa frente a lo superfluo y resuelve el día a día con urgencia relativa, sin pensar si habrá un mañana sin levante fuerte en el Estrecho mientras escucha al reloj del ayuntamiento dar las horas con música de Falla y el Ave María tres veces diarias.

Y es, por último, la ciudad en la que la perfecta y exacta aritmética de su magia tiene una medida única y religiosa: dos aceitunas por cada copa de manzanilla.

Disculpen, pero esta no es una ciudad más.

Es esa mirada sobre Cádiz la que siempre nos vuelve a emocionar y nos reconecta con el presente. La que nos dice que tenemos mucha suerte por haber heredado una ciudad tan hermosa y unos atributos históricos y culturales tan relevantes. Y hay algo que nos empuja a comprometernos con Cádiz. A arrimar el hombro.

Debe ser esa pulsión la que nos convierte en gaditanos de ley.

Tenemos que acabar con el malditismo, con la resignación y la moral de derrota. Sintámonos todos llamados al trabajo colectivo. Convoquemos a nuestros paisanos a esa labor para que, más que nosotros mismos, Cádiz sea de ley. De pura y vieja plata de ley.

Muchas gracias.

Antonio Hernández-Rodicio

Director de la Cadena SER

Sobre Ateneo de Cádiz

VALERIA ROCCELLA Social Media Manager y dependiente de Secretaría del Ateneo Literario, Artístico, Científico de Cádiz. Licenciada en Comunicación y Publicidad para Administraciones Públicas y Sin Ánimo de Lucro en la facultad de Ciencias Políticas, Sociología, Comunicación de la Universidad "La Sapienza" de Roma. Master en Critica Periodistica en la Academia Nacional de las Artes Dramaticas "Silvio D'Amico" de Roma.

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