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Discurso D. Pedro Miguel Lamet

 ACCIÓN DE GRACIAS A CÁDIZ

Señor presidente del Ateneo de Cádiz, señores y señoras, amigos,  gaditanos todos:

Mi gratitud emocionada y sincera por la concesión y entrega de este Drago de Oro, un galardón que para mi ha constituido  doble sorpresa: Primero porque  es el primer  premio de conjunto  a   mi trayectoria literaria que recibo, y en segundo lugar por proceder de mi tierra, aunque me consta que no ha sido otorgado  por razón del origen gaditano, ya que no es esta la finalidad de este reconocimiento. Gracias también  al presentador de lujo,  erudito profesor  nada menos que con cuatro doctorados, don José Antonio Hernández  Guerrero,  catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Cádiz , director del Club de Letras y sobre todo investigador, escritor, periodista y poeta. Su presentación, por supuesto, tan  generosa como inmerecida, me provoca  sonrojo.

Pero por encima de esta gratitud creo  sobre todo que esta es una ocasión única y excelente para dar las gracias más vibrantes a mi patria chica, que he llevado siempre conmigo por donde la vida me ha ido conduciendo; que  corre en la sangre de mis venas, y que de un modo explícito o implícito creo está también presente en toda mi obra e incluso en mi recorrido vital como hombre,  como cristiano y como jesuita. Ya que ser gaditano es algo que  te configura, que imprime carácter.

Gracias a Cádiz en primer lugar por su ubicación geográfica.

 Es imposible, creo yo, ser de Cádiz y en cierta manera no ser un soñador y un poeta. Esta “salada claridad” de Machado, señorita del Mar de Pemán;  “un largo brazo fino y blanco, que España, desvelada en nuestra espera, sacara, en sueños, de su rendimiento del alba” para el Juan Ramón que regresaba con Zenobia de América; la “blanca Afrodita en medio de las olas” de Alberti ”por haberte llevado –dice- tantos años conmigo, por haberte cantado casi todos los días, -llamando siempre Cádiz a todo lo dichoso, lo luminoso que me aconteciera”.

“¡Ciudad de torres solitaria y bella!”, de Carolina Coronado; donde “el color azul se puso delante” según Carlos Edmundo de Ory,  hasta exclamar: ”cuando yo era niño llamaba de usted a los peces”; y a cantar a Jorge Drexter: “ Cai, creo que caí, Cai creo que caí rendido ante tus encantos”. Un lugar donde, según Ángel García López “las muchachas se hacen rizos del fuego”, aludiendo al plomo de los fanfarrones;  el“brillante Cádiz, tú eres el primer lugar del mundo” de Lord Bayron; o el que cautivó a Teófilo Gautier:” No existen en la paleta del pintor, ni en la pluma del literato colores bastante luminosos para dar la impresión brillante que nos produjo Cádiz en aquella mañana gloriosa”, pues,  según Alejandro Dumas, “ parece navegar como uno de esos barquichuelos de velas blancas que los niños conducen con un hilo en el estanque de las Tullerías”, y donde Paul Claudel veía a la diosa Europa lavarse los pies: “Le petit bassin ou l’Europe  se lave les pies”.

Algo de ese blanco y azul llevamos los gaditanos en el alma. El blanco de la cal que refleja tan intensamente la luz que nos permite ver con claridad los contornos de las cosas y sublimar los problemas con una perspectiva mayor, la que presta el horizonte del mar. Y un portentoso azul: el azul del océano y del cielo. Un mar que ha sido siempre el mejor símbolo literario y hasta cinematográfico del infinito y el Absoluto. Un mar que llama a los gaditanos desde los cuatro puntos cardinales de su horizonte, con una zozobra y una ilusión imposible, con la fascinación y el miedo. Como lo miraban nuestros paisanos del XVII, asomados a las famosas torrecillas de sus azoteas para adivinar en lontananza las velas marineras que harían regresar a los seres queridos un día del heroico riesgo de cruzar el océano. Un mar, que provoca en Cádiz lo que Aramburo llama ese curioso fenómeno del “azulamiento”. “Hay —dice—un azul que nos rodea, hay azul por arriba que se desparrama. Nos envuelve un azul constantemente. De tanto mirar al mar, a la inmensidad del azul, nos viene ese azulamiento que nos llena, que nos deleita y embriaga. Azulamiento presupone limpidez de atmósfera, y al saturarnos, al llegar presuroso a nosotros nos obliga a vivir en un ámbito de aseo, de pulcritud; a gozar de un linaje indemne que se presta a la invitación, al acogimiento”. Sí, es un azul de mar y cielo que se mete por los poros y que trasciende el marco de acuarela, penetra en el corazón y me hace exclamar:

¡Como azulean en Cádiz

 los sueños por primavera!

 

Dicen que Dios al tocarla

 le dejó su trasparencia

y que en las noches tranquilas

de baja y limpia marea

es El mismo, el que a sus playas

viene a mirarla, y la besa

cuando el mar susurra nombres,

 quedo muy quedo a la arena

y le enseña aquel amor

 que es regocijo y tristeza.

 

¡Como azulean en Cádiz

los versos por primavera!

 

Vienen cantando en las olas

 insospechadas promesas,

preguntando van al aire

por dónde el dolor comienza,

dónde la risa termina,

en qué pañuelo se queda

prendida aquella nostalgia

 de que un marinero vuelva

 con una piña y un loro

 y un deje a Cuba en la lengua.

 

¡Como azulean en Cádiz

Los miedos por primavera!

 

Los hijos de pescadores,

los que pasan hambre a secas,

los que cargan en el muelle

y las esposas que esperan…

miran al mar, le preguntan,

 y el mar no les da respuesta.

Les responde un Infinito

con el horizonte a cuestas:

ya está la cruz en el aire,

mojando va la Caleta.

 

¡Como azulean en Cádiz

 los besos en primavera!

 Gracias a Cádiz por su historia de libertad, apertura y aguante.

 La historia de Cádiz es la historia de una isla que se convirtió en continente. “Que en su primera edad de esta isla fue tierra firme junta con el Andalucía —escribe Horozco en su Historia de Cádiz— y que se dividió por algún furioso temporal o diluvio, qual dicen que aconteció a Sicilia, separándose de Italia, a Negroponto del Peloponeso, i a otras islas, de otras provincias, si tal es del todo creíble». 

            Dicen que en Cádiz apenas se puede excavar para construir  un aparcamiento o cimentar un edificio sin toparse con algunos vestigios del Gádir fenicio, el Gades romano, la Qadis árabe o el Cádiz reconquistado y cristiano, que llegaría con el tiempo a ser puerta de América y cuna de la primera constitución liberal. El colmo de un arqueólogo le ocurrió al gran Pelayo Quintero Atauri, insigne director de nuestro museo, que después de haber descubierto el sarcófago fenicio, pieza  única de incalculable valor, y convencido de que tenía que existir la pareja femenina de esta maravilla la buscó incansablemente y murió sin encontrarla; dándose la paradoja de que  al excavar en los terrenos de su antiguo domicilio se halló la misteriosa Dama de Cádiz precisamente  en el mismo lugar donde había dormido y soñado con aquel encuentro.  Fue como una broma que Cádiz le gastó a su arqueólogo.

             Y es que en Cádiz por donde andas vas pisando pedazos de historia y no hace falta acudir a Avierno, Estesicoro, Estrabón, Marcial, fray Jerónimo de la Concepción o Adolfo de Castro y otros muchos historiadores para comprender esta manera de ser y vivir acuñada durante siglos. Basta con pasear las calles del barrio la Viña o Santa María y observar el rostro curtido por la mar de cualquier gaditano, para  entender que viviendo en la inseguridad del futuro, sigue siendo pobre, como sus ancestros, y que, hoy como ayer, podemos servirnos para definirlo de las palabras de Estrabón en su Geografía: “La mayoría viven en la mar y son pocos los que residen en sus casas”, los mismos que cantaba Rafael Alberti: “Cádiz me vio desde Cádiz / viviendo sobras las olas/ Ir pobres y volver pobres, / ayer y ahora”.

            Pues en nuestra historia  sobrevinieron también periodos de decadencia, igual que al viento del poniente sucede el del levante, tras la caída de las columnas de Hércules, el hundimiento de la próspera Julia Gaditana, que  de sus acueductos y anfiteatros se convirtió poco menos que en una mísera residencia de pescadores. O que después  de los esplendores de la Casa de Contratación y la capitalidad de la Pepa sufrió marginación, olvido y ostracismo. Por no citar la explosión de 1947 que de niño vivimos en propia carne en Bahía Blanca a un paso del polvorí y de la que sobrevivimos de milagro.

            Pero Cádiz siempre apencó con todo eso.  Y de estas experiencias aprendimos algo de ese relativismo y sano pasotismo de los cargadores del puerto y de los pescadores que saben mirar más allá del horizonte, cuando el paro arrecia, como por desgracia ahora mismo, y también del tesón para reclamar contra injusticias impuestas por una sociedad protagonizada por un imperante y monolítico neoliberalismo económico. Ese modo de ser me ha ayudado también personalmente a resistir algunos envites de la vida contra viento y marea y a relativizar y darme cuenta de que aquí estamos de paso. Me ha permitido abrirme a todas las culturas, religiones y formas de pensamiento en una actitud de diálogo y tolerancia que sólo se puede aprender en una ciudad acostumbrada a la caricia y embestidas del mar.

             Gracias, Cádiz, por la guasa.

 “Broma o cosa que se dice para divertir o hacer reír”, dice la RAE:” No le hagas caso que está de guasa”. Tiene  doble significado, tanto para el bien como para el mal. “Tiene guasa la paliza que me ha dado”. Pero no le hace justicia el diccionario al término, pues va más allá. Es una mezcla de arte, de sur, de alegría, de amargura, de coraje, de inteligencia y  sarcasmo irónico. La guasa está pues hecha de alegría y aguante. Su gran manifestación callejera viene a ser el carnaval, verdadera afirmación libre de una opinión pública popular.

Pero sobre todo la guasa ayuda a vivir, Como aquel gitano enterrado, de José María Peman, que con su gracioso simbolismo y su dulce reproche, traslucía el orgullo de saber aguantar el temporal y hasta el viento de Levante en los peores momentos de la vida, admirándose y piropeándolo: “¡Con qué gracia tú también, /  terco de tiempos mejores, / te tienes, muerto, de pie!”

Ni la muerte puede  con el buen humor gaditano. Mi tío Juan la tomaba a  guasa reivindicándola con salero desde lo que él llamaba “el pijama de madera” Y mi padre, antes de agonizar nos dijo textualmente: “Cuando todo esto acabe, hasé er favó de tomarse una copa de Jerez a mi salud”. Suprema elegancia y espíritu de fiesta hasta en el momento definitivo.

             Gracias Cádiz, por la sangre.

             Y al hablar de la familia he de agradecer no sólo el privilegio de haber nacido en Cádiz, sino  el  de llevar en la sangre la tradición de varias generaciones gaditanas. Abuelos habituados a bregar con la mar. Miguel Moreno, abuelo materno, iba diariamente con su bicicleta a vigilar en la noche el faro de Cádiz y Juan Lamet, por parte de padre,  tenía el bronco y valiente carácter de las gentes de la mar, como maquinista de barco de pesca que era. Amor al mar que heredó mi padre, Pedro Lamet Orozco, al fundar en Madrid el Comisariado Español Marítimo, reciente medalla de oro de la ciudad, que sigue pilotando con eficacia mi hermano Miguel Ángel. Por no hablar de la entrega oculta de las mujeres gaditanas representadas por mi madre Margarita, las tías  Ana y Enriqueta, que muchos paisanos recuerdan  en su ir y venir al conservatorio con su violín y su enorme flor en el pecho. Y mis queridas hermanas Sor Margarita y Ana María. Sin dejar de mencionar  la saga de primos, los Lamet Mártinez , Dornaleteche, Reyes y Villaescusa.

            A Cádiz debo una cuna que me meció como a una barca el oleaje, sobre todo, cuando aún muy niño me sobrevino una tuberculosis ósea en la cadera que me segó los juegos de infancia, pero no la oportunidad de soñar horizontes y abrir la imaginación creativa, de la que se alimentan los sueños y la poesía. Cádiz se hizo entonces para mí arropamiento y cariño de mis padres y  una escapada azul en volandas de los primeros tebeos, libros y poemas, que son las raíces de donde surge todo escritor,

            ¿Cómo resumir esa sangre gaditana en pocas palabras? Es una sangre azul no de linaje, sino de mar, o lo que es lo mismo de capacidad de ensueño, despertar interior y búsqueda de horizontes, a medio camino entre el júbilo  y la melancolía, pero siempre abierta al más allá.

             Y por eso, Cádiz,  muchas gracias por la fe.

             Si la religiosidad popular es algo consustancial al carácter andaluz, aquí en Cádiz es parte de nuestra identidad desde niños, configurándonos, querámoslo o no, como un pueblo abocado a lo trascendente. Es historia remota desde que los jóvenes emeritenses Germán y Servando, patronos de la ciudad, dieran su vida por confesar la fe en el cerro de la ermita de los Mártires en San Fernando. Y tras quinientos años de dominación sarracena el 14 de septiembre de 1662 don Pedro Martínez de la Fe la recuperara para el cristianismo bajo el reinado de Alfonso XI, quien hizo entrada victoriosa en la ciudad.

            La fe cristiana ha vivido pues muchos avatares en nuestra historia.  Durante el ataque anglo-holandés, de 1596, la imagen de la Virgen del Rosario, la que originariamente veneraba una humilde  congregación de morenos, fue arrastrada por las calles de Cádiz y también sufrió cuchilladas y quemaduras en distintas partes del cuerpo, como se puede comprobar en la imagen de la Vulnerata que rescataron los ingleses y se conserva en Valladolid. Como también la famosa Galeona, que acompañaba a nuestros navegantes hasta ultramar, fue quemada y reesculpida.

            No es la fe de los gaditanos una fe fácil, quizás porque aquí en esta tierra tan sensual, la belleza de lo inmediato compite con la trascendencia que  impone la fuerza del mar.  De la mano de nuestras madres contemplábamos de niños esa catequesis viviente de la Semana Santa e incluso participábamos en ella como penitentes. De tal manera que fue para mí un honor ser pregonero de la misma en 1982, donde entre otras cosas afirmaba:

 

Y me asombré de mi suerte;

de tener dentro del alma

esculpido tal modelo.

Yo te había visto, Señor,

la noche de Viernes Santo

abrazado de silencio

y acompañado de llanto

cruzar con tu cuerpo inerte.

Sí, era aquel rostro de amor,

¡Cristo de la Buena Muerte!

 

            La fe la  hemos mamado. Lo hizo mi padre en su hogar gaditano y en el colegio gratuito de la Mirandilla, cuyo centenario también me tocó pregonar. Y aunque nos inculcaron la devoción a María Santísima o nos hicieron cofrades de los Afligidos, la fe religiosa no se puede imponer. Ha de ser un hallazgo y una experiencia elegida y  personal. Yo en mis años de niño enfermo y adolescente buscaba en los libros y sobre todo en  los interrogantes de la plenitud del mar el último sentido de la vida. Acudía diariamente a la misa de Santo Domingo para charlar con el dominico padre Ramón o a Santiago con el bondadoso padre Zaldívar hasta que sentí la llamada a quemar las naves en la Compañía de Jesús.

 Hoy exclamo con mi hermano jesuita el papa Francisco que la fe es una fiesta: “El Señor nos quiere decir algo más: ‘¡Tú estás invitado a la fiesta!’. El cristiano es aquel que está invitado a una fiesta, a la alegría, la alegría de ser salvado, la alegría de ser redimido, la alegría de participar en la vida con Jesús. ¡Esta es una alegría! ¡Tú estás invitado a la fiesta!». Quizás por eso la intuición del pueblo gaditano  rodea la cruz de un estallido de arte, música, piropos y claveles, pues toda pasión es en ciernes una pascua.

            Cuando al entrar en la Alameda contemplo ahora la imagen de San Francisco Javier, copatrono de la ciudad, ávido de aventuras por Dios allende los mares –al que por cierto le faltan las manos después de la reciente restauración (un rasgo de la típica desidia gaditana, que también forma parte de nuestro carácter)- me recuerda que la fe y la vocación tienen algo de hambre de mar  infinito, para el que estamos hechos. Alcaldesa: póngale las manos a Javier, que no se diga que hasta esta menudencia tienen que llegar los recortes de la crisis, como si los gaditanos carecieran hoy de manos para alcanzar sus sueños.

            Gracias pues a Cádiz por todo lo dicho, gracias de nuevo al Ateneo por este premio, gracias a vosotros todos, queridos paisanos y amigos. Y termino con un breve poema que transmite  la añoranza de quien, como tantos gaditanos aunque lejos de Cádiz nos sentimos un tanto  desterrados, sigue llevándolo muy dentro:

 

  

Besada por la luz, entraña clara

con que mira hacia el mar la bailarina

vestida de sus olas, capitana

desde el puente del sol de la bahía.

 

Estallido de cal en la que danzan

las palmeras y el viento que te admiran,

cantándote alegrías gaditanas

desde el Puerto a la Torre de Tavira.

 

¿Quién dejó para siempre tu sonrisa

en pos de otros menires y otras tierras?

¿Quién se olvidó del alma de tu brisa

para dejarte sola en tu tristeza?

 

Desterrado del mar y de tu calma,

pone rumbo hacia ti la barca mía.

Hoy te añora mi verso en lejanía,

Cádiz que no se borra de mi alma.

  

Pedro Miguel Lamet

 Cádiz 20 de noviembre de 2013

Sobre Ateneo de Cádiz

VALERIA ROCCELLA Social Media Manager y dependiente de Secretaría del Ateneo Literario, Artístico, Científico de Cádiz. Licenciada en Comunicación y Publicidad para Administraciones Públicas y Sin Ánimo de Lucro en la facultad de Ciencias Políticas, Sociología, Comunicación de la Universidad "La Sapienza" de Roma. Master en Critica Periodistica en la Academia Nacional de las Artes Dramaticas "Silvio D'Amico" de Roma.

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